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La música del vinilo

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A mi alrededor se apilaban los discos donde ese inscribían los fragmentos de esta materia prima descompuesta, encogida y agrandada, destripada, invertida, estallada y pulverizada. Me sentía como un niño que ha abierto su oso de peluche y le ha vaciado el serrin, que le ha arrancado los ojos a la muñeca y roto en mil pedazos el tren de cuerda. Tenía que confesarme a mi mismo que acababa de inventar unas técnicas de destrucción extraordinarias, pero que todos los intentos de sintesis habían sido un rotundo fracaso. Por otro lado, a cada nuevo paso que daba surgían unas contradicciones feroces. Los objetos sonoros proliferaban, pero su insensata mulitiplicación no aportaba enriquecimiento alguno, al menos en el sentido en que lo entienden los músicos: la idea musical , o la sombra de la idea que permanecía la fondo de estas contorsiones, no cambiaba en absoluto, !y para eso tantas formas retorcidas, tanta variaciones concretas! Las mismas variaciones eran contradictorias, demasiado musicales al tiempo que insuficientemente musicales. Demasiado, porque persistía la banalidad de la escritura inicial; e insuficientemente, porque la mayoría de aquellos objetos sonoros eran crueles, ofensivos para el oído.¿Tendría que renunciar?. Aunque dos años más tarde se hiciera evidente que el origen de una parte de aquellas contradicciones era perfectamente inteligible, ¿cómo verlo entonces, cuando se está pasando por la experiencia? La paradoja era que ya hacía dos años que practicaba la música concreta sin haberla descubierto todavía. Había encontrado modos de operar, era capaz de manipular, y, sin embargo, en el plano teórico estaba muy lejos de alcanzar ese punto. Era prisionero de mis surcos cerrados. Hay una famosa canción de Édith Piaf que ilustra el surco cerrado. Antes de ser un método, apareció como un truco, un efecto sonoro. Pero de efecto puede pasar a causa y a medio de descubrimiento. Éste último se resume en una diferencia simbólica: la diferencia entre la espiral y el círculo. Sucede que la máquina de grabación de sonido es una mecánica que dibuja su propio simbolo. La espiral de la grabadora no sólo es la realización material, sino también la afirmación del tiempo que pasa, que ha pasado, que no volverá nunca. Cuando la máquina cierra sobre sí misma este círculo mágico, peuden suceder dos cosas: o bien es un accidente, y el despistado operador pensará al darse cuenta que la máquina está estropeada, pues ha rayado el disco hasta el alma (todos los discos tienen un alma metálica, a la que se llega en cuanto se atraviesa la fina capa de barniz); o bien lo habrá hecho adrede el propio operador, quien levantará hábilmente la grabadora en cuanto el surco se haya mordido la cola, aislando así un fragmento sonoro sin principio ni fin, un estallido de sonido aislado de todo contexto temporal, un cristal de tiempo con las aristas vivas, de un tiempo que no pertenece ya a ningún tiempo. En la lectura, el surco cerrado puede comenzar en A, B, C, o D. Pero enseguida se olvida este principio, y el objeto sonoro se presenta en su totalidad, sin principio ni fin.Cuando Rabelais, mostrando un rasgo extraordinario de genio inventivo, se imagina en Pantagruel las palabras congeladadas, hace algo más que prefigurar la grabación de sonido. Maldiciones y gritos, relinchos, el entrechocar de las armas, palabras soeces y alaridos de terror se aislan y se endurecen, separadas de la historia, para amontonarse, congeladas, en un caos de olvido. El calor de una mano las derrite; las lanza como si fueran piedras. No sólo se trata de la restitución del tiempo pasado, sino también de su estallido. Según el humor de Pantagruel, los mil pedazos de sonido compondrán una sinfonía diferente, no en el orden en el que se sucedieron, sino tal como los toma la mano, en el orden que se le impone.

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A mi alrededor se apilaban los discos donde ese inscribían los fragmentos de esta materia prima descompuesta, encogida y agrandada, destripada, invertida, estallada y pulverizada. Me sentía como un niño que ha abierto su oso de peluche y le ha vaciado el serrin, que le ha arrancado los ojos a la muñeca y roto en mil pedazos el tren de cuerda. Tenía que confesarme a mi mismo que acababa de inventar unas técnicas de destrucción extraordinarias, pero que todos los intentos de sintesis habían sido un rotundo fracaso. Por otro lado, a cada nuevo paso que daba surgían unas contradicciones feroces. Los objetos sonoros proliferaban, pero su insensata mulitiplicación no aportaba enriquecimiento alguno, al menos en el sentido en que lo entienden los músicos: la idea musical , o la sombra de la idea que permanecía la fondo de estas contorsiones, no cambiaba en absoluto, !y para eso tantas formas retorcidas, tanta variaciones concretas! Las mismas variaciones eran contradictorias, demasiado musicales al tiempo que insuficientemente musicales. Demasiado, porque persistía la banalidad de la escritura inicial; e insuficientemente, porque la mayoría de aquellos objetos sonoros eran crueles, ofensivos para el oído.¿Tendría que renunciar?. Aunque dos años más tarde se hiciera evidente que el origen de una parte de aquellas contradicciones era perfectamente inteligible, ¿cómo verlo entonces, cuando se está pasando por la experiencia? La paradoja era que ya hacía dos años que practicaba la música concreta sin haberla descubierto todavía. Había encontrado modos de operar, era capaz de manipular, y, sin embargo, en el plano teórico estaba muy lejos de alcanzar ese punto. Era prisionero de mis surcos cerrados. Hay una famosa canción de Édith Piaf que ilustra el surco cerrado. Antes de ser un método, apareció como un truco, un efecto sonoro. Pero de efecto puede pasar a causa y a medio de descubrimiento. Éste último se resume en una diferencia simbólica: la diferencia entre la espiral y el círculo. Sucede que la máquina de grabación de sonido es una mecánica que dibuja su propio simbolo. La espiral de la grabadora no sólo es la realización material, sino también la afirmación del tiempo que pasa, que ha pasado, que no volverá nunca. Cuando la máquina cierra sobre sí misma este círculo mágico, peuden suceder dos cosas: o bien es un accidente, y el despistado operador pensará al darse cuenta que la máquina está estropeada, pues ha rayado el disco hasta el alma (todos los discos tienen un alma metálica, a la que se llega en cuanto se atraviesa la fina capa de barniz); o bien lo habrá hecho adrede el propio operador, quien levantará hábilmente la grabadora en cuanto el surco se haya mordido la cola, aislando así un fragmento sonoro sin principio ni fin, un estallido de sonido aislado de todo contexto temporal, un cristal de tiempo con las aristas vivas, de un tiempo que no pertenece ya a ningún tiempo. En la lectura, el surco cerrado puede comenzar en A, B, C, o D. Pero enseguida se olvida este principio, y el objeto sonoro se presenta en su totalidad, sin principio ni fin.Cuando Rabelais, mostrando un rasgo extraordinario de genio inventivo, se imagina en Pantagruel las palabras congeladadas, hace algo más que prefigurar la grabación de sonido. Maldiciones y gritos, relinchos, el entrechocar de las armas, palabras soeces y alaridos de terror se aislan y se endurecen, separadas de la historia, para amontonarse, congeladas, en un caos de olvido. El calor de una mano las derrite; las lanza como si fueran piedras. No sólo se trata de la restitución del tiempo pasado, sino también de su estallido. Según el humor de Pantagruel, los mil pedazos de sonido compondrán una sinfonía diferente, no en el orden en el que se sucedieron, sino tal como los toma la mano, en el orden que se le impone.

Datos del producto

ISBN: 9788492222476
Publicación: 06/2010
Formato: Cartoné
Idioma: Español
Número de páginas: 390

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