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Si tuviera que mencionar a los tres escritores que se convirtieron en la Santísima Trinidad durante mi travesía desde la adolescencia hasta la “edad adulta” (término que siempre he encontrado especialmente desacertado), diría que Fiodor Dostoievski se sentaría a la derecha de Dios Padre, a la izquierda Jack Kerouac y el Dios que iluminó mi difícil tránsito durante esos años fue el siempre controvertido y excesivo Norman Mailer. Mailer fue poliédrico: judío de Brooklyn, fanfarrón ingobernable, escritor de talento prematuro, agitador cultural (fundó The Village Voice, semanario neoyorquino de referencia), mujeriego (se casó seis veces y tuvo nueve hijos) e insuperable cronista político. Mailer fue el puto amo en el mundillo cultural americano durante los sesenta y los setenta.

A través de sus numerosas novelas y artículos periodísticos, no ha habido un cronista tan sabio y lúcido durante todo el siglo XX que, a imagen y semejanza de un fedatario público que se obliga a dar fe de cualquier contrato privado entre particulares, nos haya contado y explicado con arte mayúsculo por qué los Estados Unidos de América poseen esa extraña cualidad dicotómica de  atracción/ repulsión para una amplia mayoría de ciudadanos que hemos nacido en la otra orilla del océano Atlántico. En mi etapa “contracultura americana”, además de disfrutar como un bellaco con Ponche de ácido lisérgico de Tom Wolfe, sucumbí a los encantos de Los ejércitos de la nocheuna novela de no ficción donde un Mailer, cual Napoleón moderno, se transmuta en protagonista omnipresente de una histórica manifestación en Washington acaecida en 1967 en la que se protestaba contra la presencia norteamericana en Vietnam. Mailer, en calidad de totémico periodista y de conservador de izquierdas (como a él le gustaba definirse), pinta un impresionante fresco histórico con personalidades importantes de la época (entre otros, Ed Sanders de The Fugs y la dupla yippie Hoffman/Rubin) donde brilla especialmente un speech beodo y desternillante pronunciado por Mailer contra Lyndon B. Johnson y la narración personalísima de su encarcelamiento, como un Tomás Moro contemporáneo, por su participación activa en la protesta. Después de Los ejércitos de la noche, me convertí en ubicua groupie de Mailer y fueron llegando sin cesar a mis manos sus siguientes libros (todos con la entrañable letra pequeña e inexistente margen superior de los Compactos Anagrama de los noventa): La Canción del Verdugo, El parque de los ciervos, Los tipos duros no bailan y Los desnudos y los muertos. Detengámonos en Los desnudos y los muertos.

 

Una de las cosas por las que inopinadamente muestro siempre mayor curiosidad es por saber a qué edad ciertos autores publicaron sus primeros libros. Reconozco que es una extraña manía. Siguiendo esta regla de oro, si Easton Ellis publicó la notable Menos que cero a los 21 años y Martin Amis la recomendable El libro de Rachel a los 24, Mailer publicó Los desnudos y los muertos a los 25. Pero, a diferencia de Ellis y Amis, la novela de Mailer tuvo un éxito rotundo y totalmente merecido. Y añadiría más: es una novela de un “absolute beginner” pero de una madurez narrativa extraordinaria. Mailer debuta en el mundo de las letras americanas con la autobiográfica narración de la toma de una isla del Pacífico durante la II Guerra Mundial. Pero que el lector no se equivoque porque no encontrará la típica novela bélica de aventuras donde hay detonaciones por doquier y sangre enemiga derramada a raudales. Siempre que la he releído me han maravillado los increíbles análisis psicológicos de los personajes porque son un fiel reflejo del microcosmos social americano de entonces (y de ahora): mineros anarquistas, judíos temerosos de morir, rednecks racistas, irlandeses católicos, etc.

El último libro que quisiera destacar del siempre prolijo y exuberante Mailer fue una recopilación de ensayos (entre ellos, el muy recomendable El negro blanco), de reportajes periodísticos sobre un sinfín de campañas presidenciales norteamericanas que abarcan desde Kennedy hasta Bill Clinton y de perfiles biográficos de personajes históricos variopintos como Muhammad Ali o Kissinger. Su título en castellano respondió al escueto nombre de América y, aunque fuera una licencia de la editorial porque su título original era algo totalmente diferente, pienso que fue una decisión acertada. ¿Por qué? Porque si algo caracterizo al Mailer escritor fue su profundo amor por América. América fue para él aquel hijo al que se le puede perdonar cualquier trastada política y social porque siempre se impone una mirada comprensiva y afectuosa hacia el país que, seguramente, ha sabido defender mejor el ideal contemporáneo de libertad individual. En estos días extraños,  hubiese sido un verdadero placer saber qué pensaría el bueno de Mailer acerca de un personaje tan siniestro y mediocre como  Trump.

Para mí y para muchos otros que hemos ensuciado nuestras vidas leyendo a los grandes autores americanos publicados en Compactos Anagrama, Mailer es una divinidad absoluta. Es como ese Kurtz de Apocalypse Now al que no “se le habla sino que simplemente se le escucha” porque su sabiduría supera con creces a la de cualquier ser terrenal. Sin embargo, Dios también presenta imperfecciones. Aún me pregunto que se le pasaría por la cabeza a Mailer para acuchillar a Adele Morales, su segunda mujer, cuando osó reírse de él en una fiesta bien regada con alcohol. ¡Hombre, Norman, tampoco era eso!

 





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