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El talento y el esfuerzo casi nunca tienen recompensa. Por poner un ejemplo, alguien que haya nacido en una familia desestructurada de barriada obrera, aunque se haya sobrepuesto a unas condiciones medioambientales adversas y haya hecho acopio de toda su inteligencia y esfuerzo a favor de la consecución de “algo”, nada excesivamente ambicioso, casi nunca suele obtener justo premio. La religión acuñó la expresión “resignación cristiana” para calmar los desvelos internos de todos estos outsiders sin premio. Y bien que hizo porque, en caso contrario, los cementerios estarían llenos de suicidas vocacionales.

La literatura es un arte bastante propicio para aquellos sprinters que corren mucho durante sus primeros años de trayectoria para no llegar, con el transcurrir de los años, a ninguna meta relevante. Se me ocurren muchos nombres que cumplen al pie de la letra la definición anterior pero no son el objeto de este artículo. Por supuesto, siempre hay excepciones. Quizás uno de los escritores olvidado en vida durante mucho tiempo (y que fue un buen sprinter durante sus primeros años) que brilló como una estrella fugaz hacia el final de sus días fuera John Fante, el escritor italoamericano que mejor describió la vida de los desdichados sin suerte de la década de los treinta en Los Ángeles. Su vida, aun mucho más interesante que su obra no demasiada fecunda, es un claro ejemplo de cómo a veces la providencia hace acto de presencia en el momento más insospechado por medio de discípulos no buscados que pregonan de repente un nuevo evangelio novelístico. Y, algunas veces, con resultados gratos e inmediatos.

 

¿Quiénes fueron los discípulos que auparon a Fante a un modesto y fugaz altar literario a finales de los setenta? Por un lado, un periodista llamado Ben Pleasants, crítico de poesía en Los Ángeles Times, autor de varios elogiosos artículos sobre su obra que ayudaron a despertar la curiosidad de muchos lectores americanos  y, por otro lado, el ubicuo Charles Bukowski que escribió un prólogo memorable a propósito de la reedición de Pregúntale al polvo, la mejor novela de Fante, donde reconoce la deuda literaria contraída con su “maestro” cuando, siendo un borracho vagabundo asiduo de la Biblioteca Pública de Los Ángeles, fue testigo de un milagro al ver “cómo los renglones de Pregúntale al polvo cobraban vida ante sus ojos”.

Pero el astuto lector, si posee una curiosidad de fábrica, se preguntará cómo diantre se truncó mucho antes la trayectoria literaria de John Fante. Pues la respuesta es harto cómica porque, seguramente, el mayor descerebrado del siglo XX tuviera la culpa de que el éxito de Fante se demorase cuarenta largos años. En 1939, Stackpole, la editorial americana que originariamente publicó Pregúntale al polvo, tuvo que hacer frente a cuantiosos gastos por un litigio interpuesto por Adolf Hitler por la publicación en inglés y sin su permiso de su Mein Kampf. Parte de ese dinero estaba destinado a la promoción de Pregúntale al polvo que, si los astros hubieran sido medianamente propicios, habrían posibilitado la consagración de Fante como novelista. Al final, su novela pasó sin pena ni gloria en un panorama narrativo como el de entonces dominado por colosos como Hemingway, Faulkner o Steinbeck y, Fante, que había tenido una infancia llena de privaciones económicas en el frío Boulder (Colorado), privilegió tener una vida material cómoda como guionista de Hollywood en lugar de una carrera con poca estabilidad económica como novelista. Y sin faltar a la verdad, tal vez eligiera bien porque estaba a punto de formar una familia en las postrimerías de la Gran Depresión y la lógica del superviviente proletario primero, en Boulder y, después, en Bunker Hill, barrio de mala muerte de Los Ángeles, se impuso sin más consideraciones.

Sin embargo, el resentimiento por no haberse convertido en un novelista respetado como, por ejemplo, su amigo William Saroyan fue una pesada piedra de Sísifo que tuvo que arrastrar durante toda su vida. Fante, producto maltrecho de una época difícil, fue un borracho pendenciero que se dedicó a dilapidar el buen dinero ganado como guionista de cine en celebrar timbas de cartas con sus amigotes de Hollywood, en serle infiel a su mujer Joyce con numerosas aspirantes a actrices, en jugar cada mañana al golf y en comprar residencias first class en Malibú. Por el camino, desatendió completamente a su familia y, como corolario, fue un horrible y colérico padre de familia. Su hijo Dan Fante, escritor como él, recuerda como temía los estallidos de furia de su padre y como ni siquiera fue capaz de acompañar a su mujer en el hospital durante su alumbramiento.

A principios de los setenta, Charles Bukowski, con el respaldo económico y literario de John Martin, su editor, comienza a publicar gran parte de las novelas pulp que le convertirían en ídolo de parte de la contracultura americana. Bukowski que no se caracterizaba precisamente por confraternizar con escritores, animado por Pleasants y Martin, conoce a Fante a finales de los setenta. Por su parte, Martin, convencido de tener una joya en sus manos, reedita Pregúntale al polvo con gran éxito de ventas y, Fante, vigorizado por este empujón anímico, aunque ya ciego y prácticamente sin piernas debido a sucesivas operaciones producto de una diabetes crónica, vuelve al ruedo de la literatura y aún es capaz de escribir dos novelas más, dictadas de viva voz a su mujer Joyce. Su gloria es perecedera porque muere en 1983, cuatro años después de que su obra fuera redescubierta por el gran público. Muere congraciado con la escritura después de cuarenta años dedicados a trabajos meramente alimenticios. El síndrome del éxito post mortem no se cobró una nueva víctima con él. Eso sí, 1983 es recordado como un año anodino comparado con su antecesor, 1982, respecto a noticias de calado político y social. 1983: un año pésimo.





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