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Najat El Hachmi, a quien leo semanalmente, hizo un artículo en el Periódico titulado Esto no es un #MeToo, que me hizo pensar hasta qué punto valía la pena revisar la propia biografía o testigos cercanos para darnos cuenta que el acoso sexual es una vivencia que han sufrido muchas mujeres. Así que he me he adentrado al mar oscuro de la memoria para rescatar una historia, que cómo todas estas son incómodas porque tienen que ver con el acoso y la culpa.

Yo tenía 12 años y era más alta que un pino. Demasiado grande, demasiado alta, para mi edad. Y esto lo sé porque un día caí de la bicicleta y me tuvieron que coser unos puntos y el médico se sorprendió que una chica tan grande llorara; la enfermera le hizo notar que yo sólo tenía 12 años y estuvieron hablando, como si yo no estuviera, de si parecía una chica de 16.

Me imagino que no debía de ser fácil vivir en un cuerpo que cambiaba tan deprisa y me debía de sentir como un cachorro gran danés, sin saber dónde colocar tanto tamaño en cada movimiento. Y la inseguridad, eso sí que lo recuerdo, la vergüenza, la extrañeza por tantos cambios.

Y yo, además de ir a la escuela, trabajaba en el bar de mis padres. Un bar céntrico pero humilde donde la principal clientela eran trabajadores. No era fácil, esto de servir cervezas y saber que eres mirada, repasada, y aguantar, de vez en cuando, comentarios extraños. Porque no tienes ninguna herramienta para interpretar nada, no sabes muy bien qué tienes que sentir, no conoces tampoco la palabra vejación ni machismo. Eres una niña y se supone que los grandes tienen una cierta impunidad, y no te exclamas si un día te dicen guapa y la otra ‘mira qué pechos se le ponen’; tú te inclinas sobre las mesas a sabiendas de que te mirarán el culo, y lo haces muy deprisa y avergonzada.

Pero no fue un trabajador del mundo textil, ni un albañil. Fue un hombre de una empresa de seguros. Muchos trabajadores de los bancos y de empresas venían a hacer un menú económico de lunes a viernes. Pasé por delante del lavabo y sentí su voz pidiéndome más papel de wáter. Era extraño porque mi madre cuidaba que nunca faltase y que estuvieran muy limpios, pero le traje. Hice pasar la mano por el trocito de la puerta abierto porque lo cogiera y me dijo, ‘pasa que no llego’, salió con los pantalones bajados y me cogió, y yo tiré el papel a suelo, lo empujé y me escabullí por la puerta.

No dije nada. Nunca. A nadie, ni a mi padre. Quizás porque me habrían regañado por haber entrado a traer el papel a un lavabo de hombres. No lo sé. Él salió impertérrito y continuó comiendo, y vino a comer muchas veces más.

No sé muy bien qué sentí, pero sí que recuerdo que aquella tarde me comí un bocadillo de queso, dos coca-colas y tres flanes. Supongo que, para calmar la perplejidad, la angustia de todo. Ahora pienso que también para empezar a engordarme y conseguir tener un cuerpo descartable.





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